José Gregorio Báez

47 años

Era el menor de 8 hermanos, tenía “como 60 ahijados” y era querido por todos. El 24 de noviembre de 2013, a una cuadra de su casa, fue asesinado por resistirse al robo de su teléfono

Al padrino de San Blas le guardan luto por dentro

José Gregorio Báez Mérida tenía “como 60 ahijados”, la mayoría de ellos vecinos de la parroquia San Blas del municipio Valencia, estado Carabobo. En 2013, las armas de fuego acabaron con la vida de 171 de sus habitantes. Con una tasa de 672 homicidios por cada 100.000 habitantes, San Blas es una de las comunidades más violentas de Venezuela

Vanessa Moreno Losada

 

Ela casa de los Báez Mérida, la muerte se acepta como un designio de Dios. Desde hace casi 20 años, la familia ha hecho los novenarios católicos para Luis, el jerarca de la casa cuya fe transmitió a su descendencia; dos de sus hijos y su esposa Herma. Tres de ellos padecieron el desgaste de una enfermedad crónica y a uno lo sorprendió un infarto. De siete hermanos, sobreviven: Julio, Wilfredo, Rosa y Luis Augusto. Los Báez Mérida aceptan con resignación lo que ellos llaman la “voluntad del Señor”.

Con José Gregorio, el menor de los hermanos fue distinto. No hubo señal del cielo que advirtiera lo que iba a ocurrir a las 8:00 pm del 24 de noviembre de 2013, cuando dos hombres armados lo hirieron de muerte por negarse a entregarles su teléfono celular.

No siempre hay suficiente fortaleza para soportar la brusquedad de un asesinato. No es normal que la delincuencia desbordada e incontrolable trunque una vida. La suma de tragedias personales  invisibilizadas en estadísticas y la normalización de pérdidas tan dolorosas puede crear un grave efecto colectivo que conduce a la anomia. Sin embargo, para esta familia la fe transforma el dolor en resignación.

“Lo que pasa es que cuando uno tiene una preparación religiosa, uno aprende a tomarse las cosas por otro lado. Como la voluntad de Dios siempre es la que se cumple, uno no se puede apurar. Lamentablemente lo perdimos, pero era la voluntad del Señor. Nació y murió ese día”, explica con tranquilidad Julio Báez, hermano de la víctima, quien todavía vive en la casa paterna donde se criaron todos.

 

 

Hace cuatro años, José Gregorio terminaba de cenar con Julio, en la vivienda familiar ubicada en la calle Libertad de la parroquia San Blas del municipio Valencia, estado Carabobo. Como todas las noches, le llevaba  a su comadre Blanca Muñóz el periódico Notitarde que a ella tanto le gustaba leer.

“Dijo que le iba a llevar el diario para poder ver Cheverísimo -programa televisivo de humor- y salió para allá”, narró Julio, como parte del recuerdo que guarda de ese día. Aseguró que estaba en su cama cuando escuchó una detonación seguida de una gritería. Al salir a la calle vio cómo su hermano, el menor de todos, se apretaba el estómago ensangrentado en la acera de al frente, a menos de 20 metros de la puerta de su casa.

Un pariente sacó su carro “a millón”. Entre todos los presentes montaron al herido en el vehículo y lo lo llevaron a la Clínica Guerra Méndez, a 800 metros de distancia. Wilfredo, el segundo de los hermanos y corredor de seguros de la víctima, garantizaría su ingreso al único -y privado- centro asistencial con capacidad para atender emergencias causadas por la delincuencia dentro de la parroquia San Blas. Una hora después, un paro cardíaco puso fin a la vida de José Gregorio, mientras era intervenido quirúrgicamente. Tenía 47 años de edad.

 

 

San Blas es una de las parroquias más violentas del estado Carabobo y de toda Venezuela. En 2013, allí mataron a 171 personas con armas de fuego, lo que significa una tasa de 672 homicidios por cada 100.000 habitantes.

“A Blanca, mi suegra y comadre de José Gregorio le gustaba sentarse en la esquina de su casa. Él llevó el periódico y se quedó con ella un rato. Lo que nos cuentan es que pasó un grupo como de seis muchachos a pie, cuando mi hermano hablaba por teléfono. Dos de ellos se devolvieron, porque habían visto  el reflejo de la luz del aparato y se lo quisieron quitar. Él no se dejó y uno de los jóvenes le disparó”, relató Julio.

Blanca comenzó a gritar, los muchachos corrieron y los vecinos salieron de sus casas. El celular quedó en el asfalto, olvidado.

La noticia de que a José Gregorio le habían disparado “corrió como pólvora”. La calle se llenó de gente y en la casa de los Báez Mérida se reunieron decenas de personas a lamentar la tragedia. Algunos guardaban la esperanza de que los médicos pudieran salvarlo. Otros, como Leidys Mendoza, esposa de Julio, ya sabían, “en su corazón”, que no lo volverían a ver vivo.

¿Y cómo contarle a Herma, la madre, que José Gregorio había sido asesinado? ¿Cómo aliviar el pesar? Lo más que pudieron hacer -recuerda Julio- fue alejarla  de las decenas de familiares y amigos que acudieron a la casa de los Báez Mérida para manifestar su solidaridad y esperar hasta la mañana siguiente para darle la noticia.

 

 

El consentido, el “bordón”

En la casa de los Báez Mérida solo queda una foto de José Gregorio a la vista. Se ve a un hombre feliz, sentado en un Optra -el último automóvil que compró- con el brazo extendido sobre el volante. Está enmarcada en un portaretrato plateado y forma parte de una galería dispuesta sobre una repisa, donde se repiten los rostros de Luis y Herma, el padre y la madre.

Los álbumes familiares están arrumados “quién sabe dónde”, como dice Julio. Uno que encontró Leidys Mendoza, esposa de Julio, guarda imágenes de cumpleaños y navidades, en las que poco se ve a José Gregorio. “Es que él siempre era el que nos tomaba las fotos a nosotros”, dijo su hermano. El otro, también hallado por la mujer que le dio cinco sobrinos, era el de su graduación como Técnico Superior en Administración de Empresas.

 

 

El dormitorio de la víctima fue ocupado por su madre, luego de sufrir una fractura en la cadera por una caída. “Ella se tomó muy bien el luto por José Gregorio, de hecho me asombró. Pero siempre estaba nerviosita. Un día se cayó y se pasó a su cuarto, con la excusa de que era más grande y cómodo. Allí falleció ella, al año de la muerte de su hijo menor”, indicó Leidys.

Luego ese espacio se convirtió en un depósito de herramientas, muebles viejos y cualquier otro objeto olvidado. Las pertenencias de José Gregorio fueron repartidas entre sobrinos y ahijados, quienes solo se atrevieron a entrar en esa habitación una vez que él fue enterrado.

“Le guardábamos mucho respeto, él se lo ganó. Yo llegué aquí a los 16 años y su privacidad e intimidad era algo que todos respetábamos”, mencionó Leidys.

Aunque poco a poco el recuerdo físico de José Gregorio se fue borrando de la casa de los Báez Mérida, Leidys asegura que no hay reunión familiar en la que no se le extrañe y se comparte el dolor que persiste por la pérdida.

“Esta casa más nunca fue lo mismo. A veces uno se pone a ver que ya casi no queda nada de él, pero bueno, todos lo tenemos aquí en el corazón, y esos niños todavía viven por su tío”, manifestó la mujer conteniendo las lágrimas.

A ella le tranquiliza que el talante alegre y luchador de José Gregorio, su compromiso con el estudio y el trabajo, se hayan convertido en valores que la familia continúa cultivando. “Hablan de él como un ejemplo, porque les dejó muchas enseñanzas; en toda su vida lo llevan presente. Es que él era demasiado entregado con ellos. Era su consejero y amigo, incluso más que nosotros. Hasta se sabía las cédulas de todos en la casa”, agregó.

Lo que Leidys expresa con voz entrecortada, Julio lo hace con serenidad. Sentado con el cuerpo relajado y sus manos agarradas al centro; habla de su hermano como quien recuerda momentos felices de la niñez.

“Él era el bordón, el más chiquito. Nos disfrazábamos para hacerlo reír y lo consentíamos. Todo el tiempo andaba detrás de uno, pero con quien más compartió fue con mi hermano mayor, Luis Augusto, que era como su padre. Se llevaban 13 años de diferencia y si él y su esposa se iban a la playa, se lo llevaban; si iban al campo, se lo llevaban”, dijo.

Entrega, jovialidad y entusiasmo. Son las tres características que más repite Julio para describir a su hermano. Querido por todos, llegó a conocerle “como 60 ahijados”, a quienes solía visitar o llamar por teléfono con frecuencia. Asegura que sin vicios solía disfrutar de fiestas y viajes; con sus comadres las primeras y con su hermano Luis Augusto los segundos.

“Le gustaba compartir con las comadres y ahijados. No le gustaba vernos encerrados o apagados en las reuniones familiares. Todo el mundo lo llamaba y a veces teníamos que decir que no estaba, cuando él tenía otro compromiso. Eso sí, cuando cumplía años le picaban como seis u ocho tortas y pasaba una semana celebrando su cumpleaños”, recordó entre risas.

Sin hijos y sin esposa, cuando no estaba con sus allegados José Gregorio estaba trabajando. Desde los 16 años de edad comenzó en el mundo de comercio, en una tienda de ropa interior, donde se destacó tanto que al cumplir la mayoría de edad lo quisieron convertir en gerente, recordó Julio. Luego estuvo 20 años en una ferretería y cinco años antes de su muerte abrió su propia tienda en Guacara, en la que vendía la ropa para niños que traía de sus viajes por Estados Unidos.

Además de ser generoso con sus ahijados y compadres, también lo era con los vecinos de la comunidad, según Julio. Desde los 18 años se hizo voluntario de Defensa Civil Carabobo y solía llegar “embarrado” cuando había inundaciones y algún desastre natural en la región. Los reconocimientos que le otorgaron en este grupo los colgó José Gregorio con orgullo en la pared principal de la casa y ahí permanecen todavía.

De igual forma, colaboraba con la Iglesia, segunda casa de los Báez Mérida. “Yo le decía que el padre necesitaba tal cosa y él iba y le buscaba solución a ese problema. Hasta ayuda gubernamental conseguía para la Iglesia”, indicó.

Estas cualidades son las que movieron a cientos de personas a acompañar a esta familia en los actos fúnebres. La memoria de Julio ilustra este momento como “apoteósico” por la cantidad de dolientes que José Gregorio logró convocar en el velorio y entierro.

“Hay gente a la que tu le hablas de él y se pone a llorar. Incluso, van al cementerio y le ponen flores, hay un gentío que le pone flores”, apuntó Julio.

Un líder

El cariño con que sus familiares recuerdan es el mismo que Olga Torrealba manifiesta. Ella es una de las “60 comadres” que tenía el padrino de San Blas.

“La palabra padrino se deriva de padre, ¿verdad? Todos lo veíamos como eso y lo sentíamos así. Tú lo buscabas como padrino de un hijo tuyo y él trataba de ser esa figura que necesitaba ese niño, esa figura paternal”, manifestó Olga Torrealba, madre de Néstor, uno de los tres ahijados favoritos de José Gregorio.

 

 

Para ella, él fue su mano derecha en la crianza de Néstor. Recuerda cómo estuvo presente después de que su madre murió, a causa del tercer accidente cardiovascular. Dice que fue el único que la visitó después de que el novenario terminó, justamente “cuando la soledad te toca”. Además, le pagó parte de los estudios a su ahijado, pues ella quedó con el saldo en rojo debido a los gastos que significó atender a su mamá durante la agonía.

“No era la parte económica, sino el apoyo que significaba que le preguntara a tu hijo si había estudiado, si necesitaba algo. Decía ‘mira aquí está el libro, aquí está el lápiz, por qué no fuiste para la escuela’. Si algo le pasaba a él, primero lo sabía José Gregorio antes que yo. Yo particularmente tengo un agradecimiento con él hasta el fin de mis días de todo lo que me ayudó con mi hijo mayor”, afirmó. Un año antes de que fuese asesinado, el nieto de Olga (hijo de Néstor) también fue bautizado por su compadre.

Además de sacramento, José Gregorio creó fuertes lazos con sus vecinos mediante el trabajo comunitario. Así lo aseguró Johnny Cotufo, el hijo menor de Olga, quien precisó que hace ocho años José Gregorio fue presidente de la asociación de vecinos de San Blas, cargo en el que fue reelecto para una segunda gestión.

Allí encabezó luchas para que los entes gubernamentales voltearan la mirada hacia su parroquia y mejoraran los servicios públicos. “El año en el que lo mataron era electoral y nosotros estábamos preparando un plan para reclamarle las debilidades de nuestra parroquia al que fuese ganador en esa contienda”, expuso Johnny, quien también formó parte del grupo vecinal y del voluntariado en Protección Civil.

Cuenta como ejemplo de abnegación las ocasiones en las que José Gregorio prefirió ceder su comida a los muchachos que entrenaba. Destaca que se esforzaba por enseñarles a cuidarse a sí mismos ante el auge de la criminalidad: no sacar el celular en la calle, vigilar si los seguían en el carro, no tardar en bajar al estacionarse.

 

 

“Él llegaba y donde había un conflicto, donde las personas pensaban que estaban en un callejón sin salida, él siempre traía ese mensaje que hacía que uno viera la lucecita al final del túnel. Siempre tenía la palabra precisa”, exclamó Olga.

El liderazgo social de José Gregorio siguió vigente después de su muerte. Olga recuerda que en las elecciones que realizaron después de su asesinato, muchos de sus vecinos manifestaban que ejercían el sufragio para honrar su memoria, “sus enseñanzas como demócrata”.

La comadre sublima el don de gente de José Gregorio, al punto de expresar que a San Blas le quitaron un hombre ejemplar, un ángel.