Robert Palmar

54 años

Iba en una chirrinchera que se trasladaba desde Maracaibo hasta La Concepción, el 6 de abril de 2018. Militares de la GNB dispararon contra el vehículo. Mataron a Palmar e hirieron a otras 7 personas

Militares que matan por “confusión” y rematan por abandono

A Robert Palmar, de 54 años, lo mataron funcionarios de la Guardia Nacional que alegaron “confusión” durante la persecución de un vehículo robado en la parroquia San Isidro de Maracaibo, el 6 de abril de 2018. Aunque el sector está cada vez más aislado por el deplorable estado de su principal vía de acceso, las muertes por arma de fuego si llegan a sus comunidades. En 2013 la parroquia registró una tasa de 272 homicidios por cada 100.000 habitantes.

María Victoria Fermín K.

 

Detrás de un portón blanco, en una casa pintada de azul está una mujer mayor en silla de ruedas. Es muy delgada, tiene orejas grandes y pómulos que resaltan de su rostro. No responde a los saludos, se mantiene callada y eventualmente mece los pies descalzos que no tocan el piso de cerámica naranja.

Un gato pequeño y amarillo se acurruca debajo de su asiento. La mujer tiene la mirada perdida, luce ausente, aunque aferra sus manos a los reposabrazos de la silla. Desconoce que hace más de un mes le mataron a uno de sus hijos.

“Ella no está en su mundo. Si estuviese en sus santos cabales no hubiera soportado esta tragedia… no sabe ni lo que yo estoy conversando”, dice Yudis, en un gesto de empatía con la situación de su madre.

En cambio, es la hermana del fallecido quien asumió toda la carga: el papeleo, los trámites, la búsqueda de respuestas, testigos, evidencias... En el porche de su casa, Yudis sostiene sus lentes de leer y una carpeta. Dentro, guarda las reseñas que los medios digitales hicieron del homicidio de su hermano, Robert Palmar de 54 años de edad.  

Robert de Jesús no terminó el bachillerato, pero “era curioso” y “no se paraba por trabajo”, afirma su hermana. Desde hace unos años era mecánico en un taller en San Rafael del Moján, ubicado en el municipio Mara, al noroeste del estado Zulia. Salía de madrugada a trabajar y regresaba siempre de noche.

De joven se casó y tuvo dos hijas. Después se separó de su esposa y conoció a Miriam, una mujer wayúu con la que tuvo una niña y un niño. Se establecieron en la población de Santa Cruz de Mara, cerca de la familia de ella.

En 2015 la familia se mudó al barrio Rafael Urdaneta de la parroquia San Isidro de Maracaibo, a una casa que pertenecía a los padres de Robert y que había quedado desocupada luego de que ambos fueran a vivir con Yudis en la casa de al lado.

 

 

“Él se vino por mi. Porque le decía que eso era muy peligroso pa’ allá, muy lejos, que tenían que caminar mucho para llegar a su casa. Y yo le dije: Aquí estáis mejor, los muchachos tienen el colegio cerca”, recordó su hermana.

Yudis también pasa los cincuenta años, era mayor que Robert. Tiene piel morena y pelo negro, que el sábado 11 de mayo de 2018 llevaba recogido. Minutos antes de comenzar la entrevista, mandó a los vecinos de enfrente a apagar el equipo que reproducía un vallenato. No quiere que piensen que en su calle están “de fiesta”. También ejerció su autoridad para enviar a su nieto y su sobrino al cuarto, porque iban a hablar los adultos y les dijo que no podían hacer ruido.  

“Cómo le dijera. Él era echador de broma, con todo el mundo se metía. Más bien a veces yo le decía ‘Robert no te juegues así con las personas, que tal’. Era como la ovejita negra de la familia”, dice y sonríe como recordando sus ocurrencias.

Relata que siempre llegaba “como a la misma hora”. Ella y sus hijos solían esperarlo. Se ponían a hablar, echar cuentos, a  jugar dominó.

La noche del 6 de abril de 2018, mientras estaban sentados en el patio aguardando a que Robert llegara, la echadera de cuentos fue interrumpida por el sonido de disparos, suficientemente lejos para no salir corriendo, suficientemente estruendoso para hablar del tema: “Eran muchos, muchos, muchos tiros. Dije yo entre mí ‘mi alma, será una metralleta’. Eran demasiados, se oía ratatatata”.  

El sobresalto no resultó tan fuera de lo común como para disolver la conversación. La parroquia San Isidro tiene 37.983 habitantes, según el último censo realizado por el Instituto Nacional de Estadísticas en 2011; es la última que se constituyó de las 18 que integran el municipio Maracaibo. Las estadísticas oficiales de mortalidad indican que San Isidro es de las doce parroquias con mayor número de muertes por armas de fuego en el país.

La familia continuó sentada frente a la casa, hilando hipótesis sobre qué habría pasado. Media hora después la vecina de al lado recibió una llamada para avisarles que Robert estaba muerto, que lo habían trasladado al Hospital Universitario de Maracaibo.

Sus parientes se movilizaron al centro asistencial. El cadáver de Robert permanecía en la parte de atrás de una chirrinchera, una camioneta Chevrolet que hace de transporte público. Estaba muerto cuando llegó, no había nada que hacer, por eso los médicos no lo movieron. Una bala le entró en el cuello, otra en el brazo.

Ahí Yudis y su familia supieron que los tiros que habían escuchado se produjeron a dos kilómetros de la comunidad Rafael Urdaneta.

Los sobrevivientes, el chofer del vehículo y el colector contaron que funcionarios de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB), adscritos al Destacamento 111 instalado en una localidad llamada “Los Dulces”, dispararon contra el chirrinchera donde viajaban, que cubría la ruta entre el sector Curva de Molina y La Concepción. El hecho ocurrió mientras perseguían a una camioneta robada. Siete personas más fueron heridas de bala.

 

“Verga, nos confundimos”

Un amplio tramo de la carretera hacia La Concepción parece un lago, donde el fuerte sol que pega en el Zulia se refleja y crea el espejismo de un paisaje borroso.

La principal vía de acceso hacia la parroquia San Isidro y al municipio Jesús Enrique Lossada tiene muchos y profundos huecos causados por botes de aguas blancas y negras que llevan ahí años. Los residentes de la zona atribuyen gran parte del problema a fallas en el sistema de redes de aguas servidas del complejo habitacional Villas de San Isidro, proyecto que inició el fallecido presidente Hugo Chávez.

En ese lugar, transportistas y vecinos de las comunidades aledañas han protagonizado varias protestas en demanda de atención de las autoridades por los daños que sufren los vehículos cada vez que maniobran entre los “pozos”, así como por la creciente inseguridad en la zona.

 

 

El mal estado de esa carretera divide a la parroquia y aísla al menos trece comunidades del centro de Maracaibo; obliga a sus habitantes a tomar una vía alterna que agrega como mínimo una hora de viaje para trasladarse desde y hasta sus casas, eso, si consiguen transporte. Los altos costos del pasaje y la escasez de dinero en efectivo atrapan a la gente, les impiden moverse a sus trabajos, la escuela, a donde quieran.

En estas condiciones, quienes más circulan por el sector son las “chirrincheras”, camionetas pickup “acondicionadas” en su parte trasera con techo y asientos de fabricación casera.

El pasado 6 de abril Robert fue uno de los últimos en subir a uno de estos vehículos que funcionan como un transporte improvisado y que esa noche movilizaba aproximadamente 25 personas.

Quedaban al menos dos kilómetros para la parada más cercana al barrio Rafael Urdaneta cuando Tony Ruiz, el chofer, vio por el retrovisor a “una camioneta robada”, según relata un mes después mientras maneja hacia el lugar donde ocurrió todo.

Dice con naturalidad que ya sabe identificar cuando un carro “viene robado” pues, no era la primera vez (ni sería la última) que le tocaba dar paso a delincuentes en un carro ajeno. El robo de vehículos es considerado un delito común en el sector, en especial al transitar por las trochas y “caminos verdes” que usan los conductores para evitar los huecos en la vía principal de La Concepción.

Esa noche, cuando Tony recibió el “cambio de luces”, giró bruscamente el volante y comenzó a orillarse para dar paso a la camioneta. Recuerda que sus ocupantes hicieron dos tiros que impactaron contra el parabrisas de la chirrinchera. Los pasajeros que iban con él en la cabina lo halaron hacia el asiento para protegerlo.

La chirrinchera se detuvo por completo, al lado de uno de los pocos postes que alumbraba tímidamente la vía. Pasaron unos cinco minutos, quizá menos. Entonces Ruiz escuchó nuevas detonaciones, esta vez una retahíla. Creyó que iban a asaltarlos, pero dudó por la magnitud del ataque. “Estoy parado, no me he movido”, pensó.

Entonces el joven de 24 años oyó a los pasajeros gritar desesperados que había niños a bordo, que dejaran de disparar. Algunos, entre ellos los dos colectores, se lanzaron desde el vehículo hacia los matorrales al lado de la carretera. Otro hombre cayó sobre el parabrisas y rodó por el capó.

“Cuando dejaron de lanzar los tiros me bajo. Veo que estaba la Guardia.  Vengo y le digo al funcionario: Compa, ¿usted no está viendo que esta una camioneta particular, de transporte público?”; relata Tony. Recuerda que su interlocutor y acompañantes también eran jóvenes, quizá contemporáneos con él. Contó, a la distancia, al menos diez funcionarios.

"Verga nos confundimos, nos confundimos", respondieron. Luego le ordenaron a Tony: “Pero, ¡fuera de aquí!, ¡fuera de aquí que hay heridos!”.

A pesar de reconocer que su actuación causó una tragedia en la que hirieron a inocentes, los uniformados no prestaron el auxilio a los heridos. Ni siquiera se acercaron a ellos para evaluar su estado de gravedad. “Yo pensaba que uno de ellos me iba a acompañar, pero en ningún momento hicieron el intento de la camioneta. Yo pensé que nos iban a prestar el apoyo”, dice Tony.

El chofer pensó en llevar a los heridos al hospital de La Concepción, pero seguir derecho implicaba continuar sorteando los huecos al menos media hora. Tenía un par de cauchos espichados, pero como pudo, dio marcha atrás y llegó al Hospital Universitario de Maracaibo (HUM). En el camino, contaron siete heridos más el muerto. La balas vinieron de fusiles automáticos.

 

 

“Las platas”

La fachada de la casa donde vivía Robert con su familia está pintada de amarillo y salmón. Las copas de dos árboles esconden el techo, si se mira de frente. En un costado, camisas blancas toman sol en un alambre. La entrada tiene plantas y flores rojas, y un caminito de piedras que llega a la puerta; al lado hay dos sillas de mimbre. En la parte de atrás de la vivienda, los bloques de ladrillo se asoman de la pared por falta de friso.

Correteando por el patio trasero está Ronny de cinco años. Es tremendo, tiene una sonrisa y mirada pícara como su padre, por como lo describen quienes lo conocieron. Todavía hay noches en que el niño pregunta cuándo volverá Robert. “No papi. Papi está en el cielo y nos está cuidando desde allá”, le responde su mamá.

Miriam tiene 35 años y llevaba 15 al lado de Robert. Lo conoció cuando él trabajaba como chofer de transporte público, en un carrito por puesto, y ella subió de pasajera. “Después de que me fui con él, tuve la hija mía, la mayor”, dice la mujer indígena, de la etnia wayúu.

A su alrededor todos repiten que Roxy ya está “grandecita” porque tiene 11 años, lo que traducen en que ha “entendido” la pérdida. La niña se parece físicamente a su madre. Morena y de cabello negro negro, liso y largo.

Cuando se le pregunta a Miriam si tiene fotos de Robert, Roxy es quien busca el álbum familiar en un gavetero, por iniciativa propia. La primera foto del libro es de la familia en el bautizo de Ronny. La niña es seria, parece bien portada. Su madre se apoya en ella para precisar la fecha de cumpleaños de Robert: 17 de abril.

“Muchas personas me han dicho que tengo que estar fuerte por mis hijos. Ahorita lo extrañamos tanto. Él era cariñoso, un buen padre para mis hijos, y ahora quede sola... Yo ni trabajaba”, dice y agrega que Robert siempre dijo que quería dejarles una casa propia a ella y los niños.

 

 

Robert llevaba un día fuera de la casa. “Miriam es que yo no vengo hoy. Vengo mañana”, le dijo el jueves 5 de abril. Ninguno tenía celular y se comunicaban con teléfonos prestados, el de una vecina, un compañero de trabajo... La noche que lo mataron, Miriam le calentaba el almuerzo-cena. También oyó los tiros.

Palmar solía llegar a casa, bañarse y acostarse a ver televisión con los muchachos. Se ponía a barrer el patio los domingos, entre pedazos de láminas de zinc, con el que está hecha la cerca de la entrada, las bombonas de gas y una mata de topochos.

Cuando el mecánico cobraba, al llegar a la casa llamaba a su mujer. “Miriam, vente que vamos a contar las platas”, le decía. Ambos se iban al cuarto, donde hay dos camas matrimoniales pegadas una a la otra, y contaban el dinero. “Ahora, ¿cuándo voy a ver eso? Me dejó sola con mis hijos”, dice la mujer y una lágrima en su mejilla se une al camino de gotas de sudor que le invade la frente, el labio superior, el pecho.

La ausencia de Robert trastocó a su familia. La vida se borró de la casa amarilla y salmón porque Miriam, Ronny y Roxy decidieron regresar a Santa Cruz de Mara después de que terminaran las clases. Yudis lamenta que no tendrá a sus sobrinos cerca. “Yo voy a seguir con mi misión de ayudarlos en lo que más pueda”.