Asesinado el 13 de noviembre de 2016. Presumen que para robarle la moto. Su padre tuvo que trasladar el cadáver más de 109 kilómetros, desde Caucagua hasta Los Teques, porque la morgue no funcionaba.
La ausencia que causa un asesinato se prolonga en el recuerdo de sus deudos. En el municipio Acevedo del estado Miranda hay 87.500 habitantes y 160 homicidios por año, según los registros de la policía regional. Frank Antonio Serrano Burguillo es una de esas víctimas invisibilizadas en las estadísticas; lo asesinaron en noviembre de 2016 y todavía el luto y la impunidad embargan a su padre y a tres amigos de la infancia
Vanessa Moreno Losada
Apenas habían transcurrido cinco minutos de conversación cuando el metro setenta de humanidad que es Benito José Heredia Marrero se conmovió. El dolor era más fuerte que esa idea de virilidad cimentada en un inútil prejuicio: los hombres no lloran.
Benito es un hombre negro, alta estatura, piel brillante, cabello rizado y pegado al cráneo, tiene la espalda ancha y los brazos forjados por el trabajo duro. Con indumentaria de basquetero, accede a dar testimonio de una amistad truncada por la delincuencia. Toda esa imagen ruda se desvaneció cuando el joven intentó, una vez más e infructuosamente, buscar explicaciones: ¿por qué unos desconocidos mataron sin piedad a su amigo, Frank Antonio Serrano Burguillo?
“Él siempre quiso ser policía. Yo le decía que no, que se metiera a bombero conmigo, pero él no quería porque lo iban a chalequear, porque le iban a decir agarra manguera. ‘Compadre, yo quiero ser petejota’, me repetía. Presentó -en la Universidad Nacional Experimental de la Seguridad-y no quedó y presentó otra vez. Logró quedar y lo mataron poco antes de que empezara clases”, recuerda Benito, con la voz quebrada y el llanto abierto.
Policías veteranos dicen que la vocación de servicio en esta profesión debe ser mayor a las ganas de hacerse rico. Desde la adolescencia Frank Antonio se había proyectado como un funcionario honesto, capaz de ponerle los "ganchos" a un ladrón o enfrentarse a un secuestrador, tal como ocurría en las series de televisión que a él le fascinaban.
Como policía, a Frank Antonio le correspondería enfrentar la inseguridad que crece en Caucagua, municipio Acevedo del estado Miranda, una de las doce parroquias de Venezuela con mayor número de muertes por armas de fuego, según el último reporte oficial de mortalidad en Venezuela.
Para sus familiares y amigos, Frank Antonio vivía entre el deseo de portar un uniforme y el disfrute de las fiestas, como cualquier joven de 24 años de edad. No había graduación, cumpleaños, o bautizo que se le escapara. No importaba si lo invitaban o no, él tenía que ir. Así lo recuerdan.
“Yo tengo mi pareja y él siempre me decía que estaba sometido. Que me dejara de esa mujer, porque uno nació fue para vacilar. Cuando dejaba la llave y llegaba al día siguiente, mi mujer no me abría la puerta. Nené (así llamaban a Frank Antonio) siempre insistía para ir a rumbear”, cuenta entre risas Luis Urbina, otro de sus amigos.
Una arepa, típico "pan" venezolano, y su moto era todo lo que necesitaba Frank Antonio para colarse en cualquier reunión y recibir el amanecer en ella. Luis y Eduardo Machado, el tercer amigo que lo extraña, relatan que una vez en la fiesta, lo de él era fanfarronear de su buenmozura. Siempre buscaba conquistar muchachas bellas y presumía de su habilidad en el baile, aunque sus amigos aseguran que “tenía dos pies izquierdos”.
“Con las mujeres era penoso. Puro chatear o hablaban aparte para que nosotros no lo viéramos, para que no le dijéramos nada. Ese se fue con ampollas en los dedos”, afirma Eduardo. “Cuando dan las 6:00 am en una fiesta, todavía lo lloro. Llamo a los muchachos y comenzamos a llorar juntos”, agrega Luis.
El sofá de madera que servía de espacio para la diversión, es ahora el lugar para recordar: la música, las películas, las acaloradas discusiones sobre deporte, las horas de juego con el Playstation, los cuentos sobre fiestas y aventuras amorosas... Esa casa ubicada en el caserío Marcelo ya no es bulliciosa y alegre; la inunda un incómodo silencio, apenas interrumpido por el cacarear de una gallina o el ladrido de un perro. Solo recupera algo de lo que fue cuando emerge una historia feliz protagonizada por Frank Antonio, o “Nené” como lo siguen nombrando con cariño.
La primera estancia de la vivienda se convirtió en un altar. La imagen del joven fallecido se repite en fotografías de diferentes tamaños colgadas en las paredes: acompañado con su hermano o solo, sonriente o serio, con toga y birrete de graduando o pantalones cortos y franela. Completan la galería los diplomas que certifican los logros de Frank Antonio en los estudios y el deporte. En el retrato más grande, aparece con el gesto de amor y paz y una inscripción: ”Nené, te amaremos por siempre”.
Ese espacio pareciera indicar que él es único hijo, pero no. Frank Antonio es el segundo hijo de Francisco Serrano y Josefina Burguillos, dos mirandinos que nacieron en el municipio Acevedo del estado Miranda, a 93 kilómetros de Caracas. Vivieron juntos durante la infancia de los muchachos y luego ella se mudó al caserío San Jorge, a 12 kilómetros de distancia de Marcelo, llevándose a Franantony, el mayor. Francisco tuvo un tercer hijo, Eudo Misael, que actualmente vive con él.
“Esta casa en verdad no era de Francisco, era de nosotros”, asevera Luis, sentado en el sofá. Detrás está el retrato del joven asesinado. Cuando no había necesidad de colgar un afiche con su foto para recordarlo, había un espejo en su lugar, el cual era usado por Frank Antonio y sus amigos para divisar quién se acercaba al sitio de encuentro. Era un grupo de al menos diez muchachos que nacieron, crecieron estudiaron y festejaron juntos. En un caserío de 2.000 habitantes, cada generación suele convertirse en familia. Así pasó con Benito, Luis, Eduardo, Frank Antonio y Franantony.
De niños Frank Antonio estudió con Luis y jugó béisbol con Benito en la escuela Juan de Sousa. En la adolescencia iniciaron sus carreras en la Universidad Politécnica Territorial de Barlovento "Argelia Laya", el primero en Ingeniería de Sistemas, Luis y Benito en Construcción Civil. Al final todos se convirtieron en compadres. Benito y Luis le echaron el agua a Arantza, la hija de Frank Antonio; y él a los dos niños de Eduardo.
Francisco, el padre, a veces se incorporaba como uno más del grupo. “Esos chalequeaban todo el tiempo, no parecían padre e hijo”, relata Luis y agrega que el pesar que lleva el hombre de 50 años se nota en el rostro triste y en el cuerpo cada vez más delgado.
El deporte era lo que más unía a padre e hijo. No solo lo practicaban juntos, también se pasaban horas discutiendo sobre quién era mejor bateador que Miguel Cabrera o el que mejor desempeño tenía en el baloncesto. Para Frank Antonio la estrella más deslumbrante era Lebron James.
“Menos mal que no éramos de equipos diferentes, porque si no, bueno. Él buscaba lo que fuese para escucharme hablar”, dijo Francisco al recordar las tardes de discusión acalorada con su hijo. El tema que desataba más pasión en la conversación era la situación política del país. Agregó que Frank Antonio siempre mostró descontento con la actual dirigencia gubernamental y de ahí su deseo de fomentar un cambio en el país, específicamente desde la función policial.
Las películas de acción eran otro vínculo entre padre e hijo. Frank Antonio atesoraba los capítulos de la serie Crime Scene Investigation (CSI). “La única que no le gustaba era la de Nueva York, pero del resto, quería todas las temporadas. Cuando salía una, yo tenía que salir corriendo a buscársela para que la tuviera. Todavía tengo todos sus cd´s en casa”, cuenta Francisco.
Bajo el nombre de “Los mejores momentos de Nené” Francisco preserva la memoria de su hijo. Son imágenes escaneadas y almacenadas digitalmente en dos carpetas. Ambas se encuentran en el espacio personal en una computadora que comparten tres trabajadores de la Corporación de Desarrollo Agrícola del Estado Miranda (Cordami).
Desde esa oficina, Francisco cuenta cómo la infancia de Frank Antonio estuvo marcada por lúdicos fines de semana en el río Merecure, fiestas en Marcelo, partidos de beisbol y baloncesto, y una que otra salida a Caracas.
Mientras habla con voz baja y pausada, el padre revisita las fotos y trata de describirlas. Aunque una de las imágenes corresponde a dos niños abrazados y alegres frente a una torta de cumpleaños, Francisco narra la ocasión con una nostalgia que le oprime la sonrisa.
El dolor de la muerte se le nota en el esfuerzo que hace para hablar de su hijo, como si tuviera que empujar las palabras. No llora, como lo habría hecho siete meses antes, cuando el hampa le arrebató a su muchacho y lo dejó tendido a orilla de una carretera. “No deseo que esto le pase a otros padres, por eso creo que es necesario contar esto, para que las autoridades se ocupen”, dice con su rostro trazado por la experiencia amarga.
Los homicidas de su hijo no tienen rostro. La impunidad se cierne sobre el asesinato de Frank Antonio. A siete meses de haber ocurrido se redujo a un expediente engavetado en la subdelegación de Caucagua del Cuerpo de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas (Cicpc).
Francisco tampoco invierte tiempo en pensar en los autores del crimen. Dice que en su mente solo hay recuerdos de las discusiones con Frank Antonio sobre su futuro y su decisión de formarse como funcionario policial. Le decía que la lucha contra la delincuencia no era como en las películas o la serie CSI que al joven tanto fascinaban. Quiso apartarlo de la violencia, pero no pudo.
A los 21 años, los padres de Frank Antonio decidieron que debía mudarse con su mamá a San Jorge porque en Marcelo la delincuencia ya llegaba a los más jóvenes. Para ese momento el muchacho había hecho un primer intento de ingresar a la Universidad Nacional Experimental de la Seguridad (Unes) y se había retirado del instituto universitario donde estudiaba Informática.
“Él decía que yo lo impulsé a estudiar eso, Informática, porque era a lo que yo me dedicaba. Que no lo quería apoyar en su sueño. Pero no era eso. A mí no me gustaba mucho la idea, porque hay tanta muerte de policías y militares que sale en la prensa. Pero era esa su decisión. Él estaba empeñado en ser policía”, dice Francisco.
El padre apunta que Frank Antonio no quiso tomar un empleo fijo para dedicarse a sus estudios policiales. En sus tiempos libres, él cortaba cabello en su comunidad y también trabajaba como obrero a destajo en la fábrica de Pepsi que queda al salir de Caucagua. Finalmente, en agosto de 2016 le indicaron que había quedado seleccionado para empezar en enero del próximo año el curso para ser parte del Cicpc, como él soñaba.
“Siento mucha nostalgia porque no lo veo. No lo siento. No echamos broma. Él llegó a convertirse en mi amigo”, expresa Francisco, sin dejar de ver las fotos de esas dos carpetas en su computadora.
Para sus deudos, Frank Antonio no murió: él se fue a una fiesta y no regresó. Su homicidio es como un charco de agua que evitan pisar, aunque saben que el obstáculo para avanzar está allí.
El 13 de noviembre de 2016 se celebraban una fiesta de quinceañera en San Jorge. Nadie invitó a Frank, pero él no se la podía perder.
“Le dije que se quedara quieto, que el próximo fin de semana teníamos una fiesta. Pero él dijo que no”, recuerda Eduardo. Añade que para esa rumba ninguno logró ser sonsacado por Frank Antonio.
De lo que pasó ese día los dolientes no sueltan detalles. Se resguardan tras el “no sé” y dejan huecos en la historia.
Desde 2013, en el municipio Acevedo matan a aproximadamente 160 personas al año, según la Policía de Miranda. Cuando ocurre un asesinato todos prefieren callar antes de que el culpable se entere de que se sabe más de la cuenta. Probablemente el responsable sea un vecino.
Aquel día, a Francisco lo llamó su ex pareja a las 6:00 de la mañana. Alguien le dijo que le habían matado a su su hijo. Rápido, sin reparar en detalles sobre su apariencia, pidió a un vecino que lo llevara en moto hasta donde yacía el cuerpo de su “compañero”.
Franantony, el mayor de los hijos de Francisco, le prohibió que viera el cadáver que quedó a un lado de la carretera entre la vegetación. La moto Horse roja ya no estaba. De ahora en adelante, lo dicho por alguien se convirtió en la versión oficial: la razón por la que lo asesinaron fue para robarle el vehículo.
Lo que cree saber el padre de la víctima, lo que le escuchó a algunos vecinos, es que Frank Antonio asistió a esa fiesta, regresó a casa de su mamá y de allí salió nuevamente a reunirse con unos amigos en una piscina. Así lo declaró en la sede del Cicpc horas más tarde del asesinato y desde entonces nada sabe sobre las diligencias que habría tenido que hacer la policía judicial para investigar el hecho e identificar a los responsables.
La noticia llegó a Marcelo tres horas después; primero se enteró Benito y luego Eduardo y Luis. Todos estaban despiertos y ninguno la creyó. No fue sino hasta que llegaron al sitio y vieron a los primos, hermanos y padres de Frank Antonio cuando la realidad les cayó encima.
De ese episodio, Luis tiene la sensación intacta: “Verlo todo balaceado fue terrible. Te arranca el alma del cuerpo. Uno queda vacío”, dice el hombre mientras se lleva la mano al pecho.